Casi una docena de palomas gorgoreaban en el viejo tejado decorado con una cruz de ladrillo, pero a Florcita no le importaba su presencia, ni que estuvieran por destruir el techo. Ella se acicalaba rápidamente para ir a la pared que lo separaba de Lorenzo, el joven y guapo vecino, con quien pasaba largas charlas de amor durante el día, lamentos por la tarde, pues eran horas en las que no podían encontrarse y, encuentros furtivos de pasión durante toda la noche, cada noche. Hasta el amanecer en que Florcita se escurría en la cama para que sus padres no lo notasen.
Florcita era adulta hace rato, pero con los mimos de los padres que le daban todo, nunca aprendió a ganarse el pan de cada día. Y con tal de que Florcita no se fuera de su lado, ellos soportaban todo, incluso su amorío tan comentado como en todo pueblo puede ser. La madre aguantaba las miradas inquisidoras de la iglesia entera cada domingo y el padre los comentarios subidos de tono de los hombres en la cantidad de doña Yolanda cada viernes.
Lo que el pueblo jamás sabrá es que la soledad es un plato aún más frío que el infierno de la buena vecindad. Que la vejez es un monstruo que atormenta a cada minuto, que la vida no dura para siempre y por tanto, dejar ir a su última hija, no era una opción para ellos.
Luego de más de un mes de sol intenso, hoy por fin, comenzó a llover. Era una lluvia tenue, tímida, pero con vientos de nevado mayor. Tanto así que las palomas no volaban a refugiarse en sus nidos, sino que aprovechaban para acicalar su plumaje. Era un espectáculo fabuloso, como de un balneario popular en una ciudad de un pueblo cualquiera.
Florcita con la lluvia regresó a la casa y con una mirada suplicante, obtuvo el perdón de la madre y el almuerzo servido. A lo lejos escuchaban los gemidos de su amante como cada tarde, pero a Florcita parecía hoy no importarle mucho... Empezó a recorrer la casa de rincón en rincón como nunca lo había hecho. Olía cada prenda de ropa colgada en el pasamanos, el patio y el cuarto de visitas. Fue a la vieja cocina de leña y metió sus extremidades en los costales de quinua, morocho, arrocillo, y lo disfrutó delicadamente. Fue a la huerta trasera a contar los tomates de árbol, las gallinas y uvillas que formaban un cerco natural.
Finalmente volvió a su habitación, la cama aún sin tender conservaba su silueta entre las sábanas. Se acomodó sin dañar la figura y retozó en ella y se envolvió después en sus cobijas en forma fetal y permaneció allí por varias horas.
Llegó la cena y la lluvia cesó. Un cielo estrellado encendía el pueblo de luna nueva. Las vigas de la vieja casa tronaban con el frío del páramo. Dos besos en la frente de Florcita como todas las noches y, los viejos se encerraron en su vieja habitación.
Florcita terminó su leche y partió como siempre por la huerta al encuentro con Lorenzo.
Amaneció. Los viejos madrugaron como siempre a alimentar a los animales, a echar un ojo a la huerta y la Negra estaba ya en el patio tomando sol y matando moscas.
Llegó el medio día. La anciana observó a Florcita el día anterior y presintió algo en su corazón. Quiso entrar a su habitación pero luego de un segundo, prefirió no enfrentar la realidad.
Pasaron semanas. Los ancianos pusieron candado a la habitación, inventaron una enfermedad a todos en el pueblo. Y viven felices ahora que saben que Florcita se quedará con ellos para siempre.
En el tejado de un par de cuadras al sur, Florcita y Lorenzo en cambio, maúllan a la luna, en espera del amanecer.
FIN
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