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miércoles, 9 de julio de 2008
La partida
Foto por: luciérnaga
La cabañita de la abuela. Sí, aquella bañada de días perdidos y plumas robadas. El lugar donde mi hermana y yo disfrutamos de sueños olor mozarella y travesuras que abrigaban el alma.
Una casucha blanca, ahora gris por el pasar de los años, donde papá aprendió el oficio del abuelo, trabajo de suelas y medias suelas que nos dejarían ver con ojos de huevo –ávidos de conocimiento y admiración- la gran capital.
Afuera, mientras compartimos un chocolate con máchica bien caliente, la luna roba sus últimos rayos al sol y las mansas vacas lanzan un hondo mugido antes de marcharse... Aves ya no se oyen, parece que hasta los pichones sintieron la muerte de estas paredes y prefirieron no servir de testigos.
Nosotras crecimos pero yo volví, al no ver futuro para mis cuadros entre nubes grises y soles de ladrillo en Quito. Encontré un refugio perfecto en el segundo piso –cuarto de la tía- y allí disfruté con “mamallo”, ya canosa pero tenaz, el perezoso paso de los días.
Lavo (a) la taza y la guardo (a) en la caja. Ella pone la cinta adhesiva y se la lleva para el auto –con cuidado a ver si al llegar aún queda un poco el olor a humedad de aquí-, digo pero me ignora. Subo las gradas, vuelvo a bajar y subo de nuevo y recuerdo al ver charquitos en el tablón de mi cuarto cómo soltaba la abuela, las lágrimas contenidas toda una vida frente a la verdad enlutada de la partida.
Con mis yemas sorbo de esta agua, cual hiel aún conserva la sal... Al incorporarme me hallo frente a un espejo, estoy segura lo es porque refleja todo, todo menos algo, a mí. – Debe ser el cansancio, después del accidente no he dormido ya nada -. Me vuelvo a ver o a no verme y corro por los escalones porque mi hermana encendió el motor de su automotor y no vaya a dejarme, como tantas veces.
Es tarde. Laura se marchó con todo, hasta con mi recuerdo. Ahora entiendo que no me olvidaron, nadie partió, fui yo quien se murió y hasta hoy me di cuenta.
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