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Hay un doctor de grande calva y barba espesa frente a mí. Habla conmigo con una voz grave pero aburridora, dice que tuve suerte de haber sido traída a tiempo, si no, quién sabe. Dice que las heridas no se infectaron, que cerrarán pronto, pero tendré que explicar a alguien lo que sucedió.
Escribe algo en su libretín de médico. Me mira detenidamente, ausculta mis ojos abiertos, cree que no lo entiendo, que sigo sedada. Anota otro tanto con su tosca mano derecha que a propósito tiene una fea cicatriz de bisturí desviado y se marcha por la puerta del fondo.
Cree que no lo entiendo, tiene razón, hay muchas cosas que no entiendo. Peor, hay cosas que no tienen explicación, solo suceden. Eso me decías cuando te preguntaba mientras me abrazabas en la alcoba, el porqué te habías fijado en mí.
Dentro de tu esquema mental, nunca imaginaste que solo esperaba un poco de romanticismo barato, a pesar de mi extraña forma de ser, lo necesitaba tanto como el resto de mujeres. Aunque siempre decías que yo no debí nacer mujer, que era muy descomplicada para serlo, que me iría mejor de elfo.
¿Y si los elfos se enamoraban?
No sé si como un elfo, pero me enamoré. Tal vez porque fuiste el primero en no huir como lo hicieron los otros, al confesar mi fantasía de morir mutilada los miembros por una causa justa. Mejor aún, me apoyaste y nunca te reíste de eso, sabías que hablaba en serio. O tal vez por tus fantasías eróticas que se volvieron carne entre mis dedos, siempre inquietos.
Nunca te lo dije, nunca escuchaste de mis labios si quiera un te quiero, peor un te amo, siempre odie esa palabrería inútil, sin sustancia. Sé que eso te molestaba un poco.
Yo preferí dibujarte mis sentimientos. Preferí recrearlos y actuarlos con mis manos en tu piel o el lienzo. Cada caricia encontró mil te amos suculentos, vaporosos, sutiles, en cada pliegue de tu pellejo, fruto de los años vividos, en tus músculos frágiles, por razones más bien económicas que por falta de deporte. A veces creo que si mis manos hablaran, dirían mucho más que lo que mi lengua hoy calla, pues ellas manejan un lenguaje más sublime y real que las palabras, ellas usan las sensaciones y contigo descubrí muchas.
Como nunca supiste o nunca quisiste saber el porqué te fijaste en mí y en mis ojos, en mi cintura, en mi lecho por casi dos semestres, tampoco me explicaste tu repentina desaparición, solo sucedió.
No tuviste siquiera que irte de la Academia para estar ausente. Te convertiste en un fantasma más del aula de clases, que jugaba al gran profesor y decía cosas muy interesantes de vez en vez, para no perder la admiración de sus alumnas enamoradizas.
De la noche a la mañana dejó de volverme tonta tu mandíbula partida, luego me parecía hasta ridícula. Tus felicitaciones públicas por mis progresos me resbalaban, eran igual al resto, solo que no intentaste convencerme de ir a orientación o al rincón, para meditar la razón para que una joven tan sana y brillante dibujara esas monstruosidades con tanto estilo. Como sí mis dibujos fueran tan diferentes de la realidad en que vivían sus almas, por eso los odiaban, porque a veces parecían un espejo.
No me quedé más después de clases, ya no había nada que decir, todo estaba claro. Mis manos prefirieron descansar en cualquier otro lecho, luego de semanas cortas de inspiración en que hacer quehaceres por las noches, era lo único productivo, ya que-hacer otra cosa no querían.
Por eso conocí a Manuel, quien decía que me amó desde el momento en que crucé el umbral de la puerta como loca y me senté delante de él para tus clases. Nunca supe de su existencia hasta que me despertó cuando me había quedado dormida, en medio de una de tus brillantes cátedras.
Le encantaba la coca-cola, tomábamos dos pequeñas de 20 centavos después de las nueve en el bar de en frente. Tú, ausente siempre, tomabas tu café sin siquiera mirarme, sin cruzar palabra con nadie. En cambio, Manuel sí sabía como expresarse, me llenó en menos de un mes de esquelas, notas, dibujos y poemas en los que según él, yo era la musa que lo inspiraba a descifrar los versos que la luna regala por las noches. Supongo que era el único que disfrutaba del insomnio.
Para evitar el uso de la labia sin condumio, lo agarraba con la derecha de las mechas de su peinado hongo y lo besaba un par de minutos. Luego íbamos a mi casa, en la suya no se podía porque vivía con sus padres, y pasábamos por horas jugando a hacerlo hombrecito, tarea muy difícil cuando es la mujer a quien le sobra experiencia. Hasta que se le acababa el encanto a mi Ceniciento a las doce, cuando llamaba a casa a avisar que terminó el trabajo en grupo y se marchaba con sus ojos de huevo, no sin antes jurarme una vez más amor eterno y besarme en la frente.
Inmediatamente, salía con las sábanas hacia el baño. Me duchaba, sintiéndome mal por hacerle mentir a sus papás y pensando en porqué tú no podías ser como él en todo, menos en la cama, donde siempre disfruté de ser la aprendiz. Aún húmeda y con la toalla en la cabeza, llamaba a tu casa, pero nunca respondiste. Tenías el sueño pesado, cuantas veces me vi en aprietos, cuando por contestar el teléfono al no lograr despertarte, tu madre no entendía que hacía yo allí a esas horas.
Después de llorar un rato, no por dolor, sino por insomnio, me dormía en el sillón que está atrás del balcón...
y continúa...
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