domingo, 21 de junio de 2009

Una diva en la 24

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foto por luciérnaga

Joaquín era su nombre. Quiteño. Estatura mediana, ojos grandes y piel clara. Su sueño: ser cantante. Estudió en el conservatorio pero por falta de recursos, tuvo que salirse y trabajar. 

Las noches se las pasaba en la plaza con los amigos. Ahí de tragao en trago y con una guitarra prestada de algún rincón creyó sus frustraciones aplacar, pero no. El aplauso de sus admiradores y admiradoras del viernes no le eran suficientes, quería más y haría lo que sea para obtenerlo.

Intentó cantar en la parroquia, más por pasión a la música que por devoción, pero los curitas conocían su gusto por el licor y no lo aceptaron.

Una noche, cuando recorría las desoladas calles del Centro de Quito, después de una de sus actuaciones, un anuncio a la salida de un bar de los tantos allí, llamó peculiarmente su atención. SE NECESITA CANTANTE. Anotó rápidamente los datos y volvió a casa.

Los siguientes días nadie lo vio. No apareció ni en la plaza ni en casa. “Llegaba muy entrada la madrugada con unas bolsas y eso sí, con un olorcito a borracho…”, dice su madre entre sollozos. “Qué me iba a imaginar en lo que andaba”.

“Tenía talento, no hay que negarlo”, recuerda su padre, “aunque su voz era muy aguda…” Cantaba en la ducha y mientras se hacía la barba. Tomaba el colectivo y se iba al supermercado, donde hacía de cargador de paquetes hasta las 18:00 y luego se quedaba por ahí, cantando.

Joaquín consiguió el puesto y era la atracción principal de las diez en Bugaloo. Un cartel afuera lo anunciaba. Era la fotografía de una preciosa pelirroja de ojos grandes y piel clara llamada “LA DIVA”. El muchacho cumplió su sueño dentro de un vestido largo color marrón, un poco de maquillaje y una voz de soprano que le permitía ir desde una cumbia de Silvana hasta el tema más romántico de Witney Houston, sin ninguna dificultad.

“Fue una temporada muy productiva para nosotros”, dice doña Clemencia, dueña del lugar. “Aunque cuando me contó la verdad después de su primera presentación, si dudé en seguir”. 

Pasaron 4 meses sin que nadie más que Joaquín y las chicas del Club supieran la verdad que encerraba a LA DIVA, quien gracias a su talento, fama y belleza, según dijeron muchos de los hombres que frecuentaban el lugar, llegó a ganarse el reconocimiento y admiración de su público.

Pronto hizo aparición Adrián. Un mulato muy bien parecido que no faltaba ningún jueves a ver a ‘su diva’ como él mismo la llamaba y de quien parece se obsesionó. Sentado en primera fila, empezó por depositar con cuidado muy buenas propinas a la cantante, quien le devolvía el favor con una caricia en la mejilla y una sonrisa. Después agregó notas con propuestas amorosas y no dudó en dejarle su teléfono unas cuantas veces. Ella nunca llamó.

La nueva vida de Joaquín, le costó el rompimiento con su novia que estaba segura lo engañaba y no ver más a los panas que encontraron pronto a otro para amenizar sus lunas. Su familia no se creyó lo de las clases nocturnas de canto pero al ver que seguía en el trabajo, respetaron e ignoraron su vida nocturna.

Llegó el 23 de septiembre, fecha especial. Joaquín cumplía 5 meses de trabajo. Cantó un par de canciones de moda, luego otro par en inglés y terminó su presentación con boleros y música nacional. Sacó un buen extra de propinas y a diferencia de todas las noches, decidió quedarse un momento más en la barra y tomarse unos traguitos.

El mulato, presente también esa noche, se sentó junto a ella y empezaron a conversar. La diva le siguió el coqueteo por divertirse, pero cuando le puso la mano en la pierna y ella lo empujó, Adrián no aceptó el rechazo y la agarró del brazo para besarla.

Joaquín olvidó sus guantes de seda y le lanzó un gancho. Al momento, Adrián sacó una navaja e incrustó con acierto en medio del pecho el filoso instrumento. Los presentes, lo detuvieron.

La ambulancia llegó en 15 minutos, tiempo en el cual la diva fue acostada con cuidado en una de las mesas y con la peluca fuera por la violencia vivida, pronunció las que serían sus últimas palabras. Doña Clemencia lo oyó perfectamente y lo repite siempre que le preguntan: “No me arrepiento, soy feliz. Ahora brillaré desde el cielo de mi Quito”.

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